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Cuando se habla de gastronomí­a y ficción, las posibilidades van mucho más allá de las pelí­culas sobre restaurantes que repasamos el otro dí­a en este blog. Por ejemplo, en el terreno de la novela policiaca –o novela negra, según gustos y definiciones– es curioso comprobar la cantidad de detectives que combinan pesquisas y fogones. En España tenemos una referencia clara, ineludible, con el detective Pepe Carvalho, la más famosa creación del añorado Vázquez Moltalbán. Pero, a poco que se comience a rastrear, vemos que Carvalho dista muy lejos de estar solo. De hecho, una hipotética reunión gastronómica de todos los policí­as y detectives aficionados al buen comer darí­a como resultado una mesa redonda de lo más curiosa.

Carvalho, desde luego, es el más conocido, por lo menos por estos lares; en todas sus novelas la comida está presente casi capí­tulo tras capí­tulo, bien en los restaurantes que visita, bien en los platos que se lanza a cocinar en cualquier momento y a cualquier hora del dí­a (o de la noche). Su espí­ritu devorador no le hace ascos a nada, y casi parece que la apertura de un nuevo caso es para él una mera excusa en busca de nuevas delicias por donde aventurar el paladar. Su importancia queda patente en que ha llegado a crear discí­pulos en otros paí­ses, como el comisario Salvo Montalbano, cuyo apellido ya evidencia que su creador Andrea Camilleri lo concibió como un homenaje a Vázquez Moltalbán. Con su actividad policiaca confinada al pueblecito siciliano donde tiene su jurisdicción, Moltalbano no cocina él mismo; pero cuenta con las delicias de la tierra que le prepara su asistenta o cualquiera de los restaurantes que suele frecuentar, y que Camilleri sabe describir con una riqueza de detalles (¡esa pasta con pulpitos!) suficiente para hacer salivar a cualquier lector.

Pero la cosa viene de lejos: quizá el primer detective gastrónomo fue el inmenso –en todos los sentidos– Nero Wolfe, creado en 1934 por el escritor Rex Stout. Con 150 kilos de peso y bebedor impenitente de cerveza –varios litros al dí­a–, Wolfe resolví­a todos sus casos sin moverse de su mansión neoyorquina en la calle 35, pues para recabar la información contaba con su ayudante Archie Goodwin, al que tan pronto enviaba a interrogar a un sospechoso como al tendero de la esquina a por algún ingrediente necesario para que Fritz, su cocinero alemán, le preparara los platos del dí­a. Wolfe es, o es descrito como, un gourmand y un gourmet, pero repasando las novelas, y a diferencia de las detalladas descripciones de Vázquez Montalbán, algunos crí­ticos no literarios, sino gastronómicos, han apuntado sus dudas sobre si su creador verdaderamente sabí­a algo de cocina. Aparte de la afición de Wolfe por echar unas cucharaditas de caviar en los huevos pasados por agua del desayuno, las descripciones culinarias de stout son demasiado imprecisas, y cuando intenta ampliarlas es peor. En un artí­culo sobre novela policiaca, Xavier Domingo comentó hace años que quizá algunos de esos platos pasaran con la cerveza a la que tan aficionado era el detective… Pero que sin duda serí­a mucho mejor la cerveza sola.

Más o menos en las fechas en que Rex Stout publicaba sus últimas novelas, Robert B. Parker comenzó con su serie sobre Spenser, sólo interrumpida por el fallecimiento de su autor el año pasado. Entre las diversas facetas de este detective sin nombre propio (si lo tiene, nunca lo dijo en las novelas) está el levantamiento de pesas, la literatura… y la cocina. Menos sibarita que Carvalho, Spenser sale del paso cocinando lomo de cerdo al horno, bollos de maí­z e incluso tortillas de patatas, además de comerse, cuando el cliente invita, alguna langosta bostoniana. Como Vázquez Moltalbán –y cada uno en su estilo– Parker, además de escribir, era aficionado a cocinar, y eso se nota. Carvalho incluso llegó a publicar su recetario particular, pero, cuando el novelista entiende de cocina, las página de una novela pueden ser un sitio tan adecuado como cualquier otro para pescar alguna receta interesante.

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