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Del tabaco y de las sobremesas

«Se prohibe, bajo pena de condena eterna, que los sacerdotes, antes de administrar los sacramentos de la misa, se llenen la boca (…) de tabaco o la nariz de polvo de tabaco, ni siquiera por motivos medicinales». Según recoge Iain Gately en su exhaustivo libro La diva nicotina, esta es la primera prohibición documentada del hábito de fumar, y fue promulgada en Lima (Perú) en 1588. Y en ese tiempo no se andaban con tonterí­as de multas: condena eterna, nada menos. Con todo, los hubo que llegaron un poco más lejos, como el sultán del Imperio Otomano, Murad IV, un enemigo tan acérrimo de la nicotina que, entre 1623 y 1640, «hizo ejecutar a un total de 25.000 presuntos fumadores». Según cuenta Gately este sultán –conocido, vayan ustedes a saber por qué, como Murad El Cruel– «solí­a recorrer de incógnito las calles de la ciudad, simulando que tení­a enormes deseos de fumar, y cuando un buen samaritano le ofrecí­a tabaco, mandaba que le cortaran la cabeza».

La prohibición del tabaco, como puede verse, viene de lejos; como cabí­a esperar, la ley recientemente promulgada en nuestro paí­s está provocando un especial revuelo en el sector hostelero. Lo cual es lógico, ya que desde la promulgación de la ley anterior, bares y restaurantes se convirtieron en uno de los últimos recintos cerrados donde era posible disfrutar de un cigarrillo. No es este el lugar más adecuado para debatir sobre la conveniencia o no de esta ley, pero sí­ cabe resaltar que con ella acaba de pegarse un tajazo no a la cabeza de nadie como hací­a el sultán, sino a una relación entre tabaco y gastronomí­a que viene de muy lejos.

La carta de puros fue durante décadas un elemento tan indispensable en los restaurantes de postí­n como la carta de vinos, y ningún gastrónomo fumador concebí­a finalizar una buena comida sin una sobremesa relajada en la que el cigarro era uno de los complementos básicos. De hecho, en las mansiones inglesas del siglo XIX se instituyó el salón de fumadores, donde «las mujeres solí­an dejar a los caballeros solos después de comer para que pudieran fumar tranquilamente» (porque el tabaco fue, durante mucho tiempo, un hábito plenamente masculino, por no decir machista). Los escritores amantes del tabaco trasladaron esta afición a sus personajes de ficción, y así­ James Bond disfruta en la novela Goldfinger de un excelente habano («por fin han aprendido a envolverlos bien con la hoja exterior») al que le invita su jefe, M, mientras que Pepe Carvalho en La soledad del manager, de Vázquez Montalbán, remata una cena en el famoso Aliottos de San Francisco (todaví­a operativo hoy en dí­a) con un Macanudo jamaicano que se le presenta como la única alternativa aceptable en una carta de puros plagada de cigarros yanquis.

Se está hablando ahora de restaurar los clubs de fumadores; como siempre, no hay nada nuevo bajo el sol, y cabe recordar aquí­ que la primera oleada antinicotí­nica desatada en Estados Unidos en los años 80 del siglo pasado trajo como consecuencia la proliferación de estos clubes, un aumento del consumo de puros parejo a una disminución en el de cigarrillos, y la aparición de la revista Cigar Aficionado, especí­fica para los sibaritas del tabaco. Por lo menos, estos clubes no sólo han recuperado la tradición de un lugar donde disfrutar de un buen cigarro en un ambiente relajado, sino que mantienen los humos confinados en un entorno donde sólo los respiran quienes toman la decisión consciente de hacerlo.

Y, como seguro que muchos de vosotros tenéis algo que decir sobre estos cambios, os recordamos que nuestra sección de comentarios está abierta a todas las opiniones. ¿Fumar, o no fumar? O, mejor dicho, ¿fumar, dónde?

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