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El próximo mes de julio se cumplirán quince años del nacimiento de la oveja Dolly, el primer mamí­fero clonado (bueno, no exactamente, pero así­ es como se definió el proceso, en lugar de «transferencia nuclear» que habrí­a sido lo correcto) a partir de una célula adulta. No es exagerado afirmar que Dolly se convirtió en el animal más famoso del mundo, abriendo informativos y ocupando portadas de revistas y libros (uno de los más recomendables sigue siendo Hello, Dolly! de Gina Kolata). La década y media pasada desde entonces ha eliminado el carácter estelar de los animales clonados; ahora su número ha crecido lo bastante como para que se conviertan en un componente anónimo de la alimentación, de la importancia suficiente como para empezar a levantar ampollas.

Y es que a la polémica por los alimentos transgénicos parece que se ha sumado la de los alimentos clonados. O, por ser más precisos, la carne destinada al consumo humano procedente de animales clonados. Ayer mismo se supo que El Consejo de la Unión Europea ha vetado la petición del Europarlamento para que estos alimentos sean etiquetados de manera especí­fica de forma que el consumidor pueda estar informado de su procedencia. Es el último parte de guerra de un conflicto que comenzó en 1997, cuando fue aprobado el Reglamento sobre Alimentos e Ingredientes Alimentarios Nuevos, y que promete seguir proporcionando titulares en el futuro. En su declaración conjunta, Gianni Pittella, Presidente de la Delegación del Parlamento Europeo, y Kartika Liotard, ponente de Nuevos Alimentos en el Parlamento, establecieron que «es muy frustrante que el Consejo no haya escuchado a la opinión pública y apoyado unas medidas que se necesitan con urgencia para proteger los intereses del bienestar de consumidores y animales».

Conviene aclarar que lo que se está debatiendo no es la comercialización de carne clonada, sino procedente de los descendientes de animales clonados –los dos eurodiputados explican en su declaración que «los clones sólo son viables para crianza, no para producción de comida. Ningún granjero se gastarí­a 100.000 euros en un toro clonado para luego convertirlo en hamburguesas»–, lo cual a su vez plantea preguntas a las que de momento parece no haber respuesta. ¿Es la carne clonada perjudicial para el consumo humano? En caso afirmativo ¿lo es también la de sus descendientes? ¿El peligro se irí­a diluyendo con el paso de las generaciones? Y si es así­ ¿cuántas tendrí­an que pasar hasta que fuera seguro consumirla?

Y lo que quizá sea la pregunta más importante: ¿qué papel juega la evidencia cientí­fica en todo esto? Los partidarios de la clonación, según se lée en un informe del Food Marketing Institute, aseguran que esta tecnologí­a «puede fomentar la crianza de animales que produzcan una carne deliciosa, nutritiva y sin grasas. Podrí­a criarse ganado que no contrajera la E. Coli, o fuera inmune a la enfermedad de las vacas locas o a la fiebre aftosa. La clonación minimiza el uso de antibióticos, hormonas del crecimiento y otros productos quí­micos al utilizar ganado con óptimas condiciones de salud».

Pero buena parte de las crí­ticas hacia la carne clonada se apoyan en que todaví­a es demasiado pronto como para conocer con exactitud los efectos que su consumo puede tener en el organismo humano. La Food and Drug Administration de Estados Unidos presentó en 2006 una declaración preliminar donde establecí­a que la carne y la leche de estos animales no representaba ningún riesgo para la salud, declaración que los crí­ticos juzgaron prematura. Los animales clonados tienen una mayor propensión a sufrir enfermedades –Dolly murió a los siete años y medio de edad, siendo aún relativamente joven, y otros corderos clonados en el Instituto Roslin no tuvieron mejor suerte– y pueden necesitar una mayor cantidad de medicamentos a lo largo de su existencia, que podrí­an afectar a la calidad de su carne y leche. «Según Ian Wilmut, el lí­der del equipo cientí­fico que clonó a Dolly, determinar los impactos sobre la salud de la comida procedente de animales clonados debe basarse en estudios de los perfiles completos de salud de esos animales. Esos estudios no se han llevado a cabo», denuncia en su página web el Centro para Seguridad Alimentaria.

«Lo que parece habérseles escapado por completo a los parlamentarios europeos es que la tecnologí­a de clonación, de una forma u otra, ya se está aplicando a una serie de alimentos que europeos y norteamericanos consumen de forma rutinaria», opinó por su parte Henry I. Miller, fundador de la oficina de biotecnologí­a de la FDA en la revista Forbes, citando un editorial de la revista Nature Biotechnology de enero de 2007: «La ironí­a de todo esto es que la comida procedente de clones lleva años siendo parte de nuestra dieta. Muchas frutas –peras, manzanas, naranjas y limones– y varias verduras –patatas, trufas– son clonadas. Y la mayorí­a de nosotros probablemente hayamos consumido carne y productos lácteos procedentes de ganado clonado por reproducción natural (gemelos monozigóticos), división de embriones o incluso transferencia nuclear de la célula embrionaria de un donante en un ovocito desprovisto de núcleo. Tradicionalmente, los reguladores han prestado poca atención a los clones como grupo… y han hecho bien».

Con varios miles de bóvidos obtenidos por clonación entregados a la reproducción en Estados Unidos, es seguro que seguiremos oyendo hablar de la carne clonada. Mientras se llega a nuevas conclusiones, surgen nuevas preguntas: ¿estarí­an los restaurantes europeos dispuestos a servir carne de descendientes de animales clonados? ¿Y querrí­as conocer la procedencia exacta del chuletón de tu menú?

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